Siempre he sido consciente de que mis dientes no estaban perfectamente alineados. No era un complejo enorme, pero sí una pequeña espina clavada que me hacía sonreír a media boca en las fotos. Durante años, la idea de llevar brackets metálicos en la edad adulta me frenaba por completo. Pero la tecnología avanza, y tras ver a varias personas de mi entorno con ortodoncia invisible, decidí que era el momento de informarme. Así comenzó mi viaje hacia lo que yo llamo mi «sonrisa secreta», aquí en Lugo.
El primer paso fue elegir una clínica. Busqué varias opciones en la ciudad, leí opiniones y me decidí por una que me transmitió confianza y tenía buenas referencias en este tipo de tratamientos. La primera visita fue reveladora. Lejos de la imagen fría que a veces tenemos de los dentistas, me encontré con un equipo muy cercano. Me hicieron un escaneo 3D de la boca, una maravilla tecnológica que en minutos proyectó en una pantalla cómo sería el resultado final. Ver esa simulación de mi sonrisa, recta y alineada, fue el empujón definitivo que necesitaba.
Tras estudiar mi caso y darme un presupuesto cerrado, encargaron mis alineadores. La espera de unas pocas semanas se me hizo eterna. Finalmente, llegó el día de la colocación. Estaba nervioso, no tanto por el dolor, sino por la sensación de llevar algo extraño en la boca. El ortodoncista me explicó pacientemente cómo ponerlos y quitarlos, la importancia de llevarlos 22 horas al día y la rutina de limpieza.
El momento clave fue cuando me pusieron los «ataches», unos pequeños relieves de composite del color del diente que se pegan en algunas piezas para que los alineadores tengan más agarre. Son prácticamente imperceptibles. Luego, el primer juego de férulas encajó a la perfección con un «clic». La sensación inicial fue extraña, una presión constante pero soportable en los dientes, como un recordatorio de que la magia estaba empezando a funcionar.
Salí de la clínica esa mañana de vuelta a las calles con mis alineadores invisibles Lugo sintiéndome un poco raro al hablar, con un ligero ceceo que solo yo notaba. Lo primero que hice fue mirarme en el escaparate de una tienda: eran prácticamente invisibles. Nadie en el trabajo se dio cuenta hasta que se lo conté. Esa primera tarde, quitármelos para comer y volver a ponerlos fue una pequeña odisea, pero como todo, es cuestión de práctica. Ahora, al final del día, esa ligera presión se ha convertido en una señal de progreso. Sé que es un camino largo, pero ver esa imagen 3D en mi mente y saber que estoy trabajando en mi sonrisa de una forma tan discreta, hace que todo merezca la pena.